lunes, 18 de abril de 2011

Mente Fantasma (Capítulo 1)

Me hospedé en una hostería muy humilde, casi en las afueras del pueblo. Estaba un poco alejado de la civilización pero bien valía la pena ya que ese era el sentido de mi viaje.
Santa Paula es un paraje muy inhóspito, un futuro pueblo fantasma, que estaba en decadencia. Algunos cerros se levantaban, lejanos, como colosos en el horizonte pero nada que no se haya visto. Incluso poseía esa bola de paja que rueda, siempre oportuna, frente a las cámaras de Hollywood. En fin, un cliché natural que no hacía más que reafirmar la monotonía del lugar.
La verdad, no sé porque elegí Santa Paula. En mi afán de querer probar algo nuevo, diferente, me equivoqué o hasta el momento eso era lo que creía.
El paisaje era hermoso pero la gente era un poco tosca u hosca, tal vez las dos. Reacios a la tecnología y a los forasteros pero de costumbres muy arraigadas. Un ejemplo era que pintaban sus puertas de rojo sangre, no todo el pórtico sino unos trazos, en forma de cruz o equis, algo medio macabro.
Tuve que ir al pueblo para conseguir una máquina de afeitar descartable, ya que confiado en que el pueblo sería mas "activo", no traje ninguna. En el momento de entrar al negocio, noté las pintadas sanguinolentas, creció más mi curiosidad pero unos niños traviesos pasaron corriendo a mi lado y casi caigo frente al mostrador. El vendedor se disculpó por la conducta de los mocosos y prosiguió atenderme. El despachante era un hombrecito amable, con rasgos femeninos, dejando de lado su frondoso bigote, algo torpe pero amable. Era la primera persona cálida del pueblo y se lo hice notar. El me respondió que era una época en que todos se ponian nerviosos, a excepción de los chicos. No escuché con atención y corté la charla abruptamente, le pedí mi afeitadora y huí a la hostería. Al otro día, volví porque necesitaba otros productos de tocador. No se asombren, siempre fui muy obsesivo de la limpieza. Saludé al tendero y cuando me dí cuenta, estaba retomando la charla que había quedado trunca. Dejé que terminara y me explicó que la costumbre de marcar las puertas, provenía de una costumbre judía que consistía que el hijo primogénito de la familia era asesinado si la puerta no estaba manchada con sangre de cordero. Muy primitivo todo. De repente, dijo algo sobre un fantasma, hasta allí llegó mi atención. Le conté sobre mi precaria situación inmobiliaria y me ofreció hospedaje en su casa. No tuve que pensarlo mucho y acepté la propuesta. Mudé mis pertenencias a la vivienda, que estaba situada al lado de la tienda y me instalé.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Drugo gracias por comentar...